Cuando migrar es un privilegio

La migración, cuando ocurre en condiciones tan desiguales, no puede analizarse sin considerar a quién beneficia, a quién desplaza y qué responsabilidades tiene el Estado ante esa realidad.

El pasado 4 de julio, un grupo de personas protestó en la Ciudad de México contra la creciente gentrificación marchando por las calles de las colonias Roma, Condesa y Juárez. La marcha, simbólicamente convocada el Día de la Independencia de Estados Unidos, denunció los efectos nocivos de la gentrificación como el alza de precios de vivienda, la transformación de los barrios y el desplazamiento de comunidades enteras.

En respuesta, el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos (DHS) publicó mensajes en la red social X, algunos con tono burlón ante las imágenes de la manifestación, y otros que sugerían de forma provocadora que las personas mexicanas en situación migratoria irregular podrían "aprovechar" la oportunidad para regresar a México y unirse a la protesta. Estas publicaciones alimentaron la polémica en redes sociales y han sido utilizadas como parte del discurso del gobierno de Trump para justificar la deportación masiva, violenta y arbitraria que se ha desenvuelto en Estados Unidos. Para muchas personas, la marcha resultó contradictoria: ¿cómo pedir justicia para quienes migran al norte mientras se rechaza a quienes migran hacia el sur?

La pregunta lleva a un contraste evidente entre los dos flujos migratorios. La migración mexicana hacia Estados Unidos está marcada por condiciones estructurales de vulnerabilidad. Millones de personas han cruzado la frontera en busca de condiciones mínimas de vida ante contextos de pobreza extrema, violencia, despojo territorial y marginación histórica. Sin embargo, estas no son meras circunstancias locales o aisladas, sino el resultado de un entramado global que responde a lógicas coloniales y capitalistas que siguen vigentes. Estas condiciones muchas veces han sido agravadas por la presencia de empresas extranjeras, sobre todo estadounidenses, que extraen recursos, precarizan economías locales y despojan comunidades de sus territorios. El resultado es una migración forzada por sobrevivencia, que enfrenta muros, persecución y discriminación sistemática.

A esto se suma el impacto de megaproyectos extractivos impulsados por capital extranjero que, con la complicidad del Estado mexicano, despojan tierras, contaminan recursos y fracturan el tejido social. En nombre del desarrollo, estas inversiones desplazan pueblos indígenas, erosionan economías locales y convierten regiones enteras en zonas de sacrificio. Lejos de ser un fenómeno espontáneo, la migración forzada desde México puede entenderse como una consecuencia directa de un sistema económico global que posiciona a los países del sur global como reservas de mano de obra barata y territorios disponibles para el saqueo.

Por otro lado, la migración estadounidense hacia México obedece a motivos radicalmente distintos. Se trata de personas que, gracias al valor del dólar y condiciones laborales flexibles, deciden mudarse a ciudades como la capital mexicana en busca de mejor calidad de vida. Este tipo de movilidad suele realizarse sin mayores obstáculos y con beneficios implícitos. Aunque la gentrificación que se vive en la Ciudad de México no se explica únicamente por este fenómeno, la llegada masiva de migrantes con alto poder adquisitivo tiende a acelerar este proceso. Su llegada aumenta las rentas, transforma los espacios públicos y desplaza a comunidades. 

Las experiencias migratorias son profundamente desiguales. Algunas personas son recibidas con visas temporales, contratos en dólares y barrios adaptados a su estilo de vida; otras son perseguidas por la patrulla fronteriza, encarceladas en centros de detención y deportadas sin acceso a derechos básicos. Este contraste revela cómo la movilidad global no ocurre en condiciones equitativas, sino dentro de un sistema profundamente marcado por jerarquías económicas, raciales y geopolíticas.

Por ello, la protesta del 4 de julio no se redujo a una crítica sobre el desequilibrio entre quienes migran por elección y quienes lo hacen por necesidad. También señala la complicidad del Estado mexicano en permitir el avance de modelos urbanos que privilegian a quienes pueden pagar, mientras desprotegen sistemáticamente a su propia población. La gentrificación es una consecuencia directa de políticas que renuncian a garantizar el derecho a la vivienda y que desmantelan mecanismos de contención frente al mercado inmobiliario.

El mensaje de fondo no es un rechazo a quienes vienen de fuera, sino una exigencia urgente al gobierno mexicano para que priorice a las comunidades locales, frene el desplazamiento habitacional y asegure el derecho a la vivienda de toda la población. La migración, cuando ocurre en condiciones tan desiguales, no puede analizarse sin considerar a quién beneficia, a quién desplaza y qué responsabilidades tiene el Estado ante esa realidad.