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Empatía hacia las víctimas de conflictos: ¿para todas por igual?
La empatía no es la misma para todos, ya que algunas víctimas son reconocidas, mientras que otras permanecen en la sombra.
En teoría, la empatía debería ser una reacción natural frente al sufrimiento humano, ya que todas las vidas, sin importar dónde se encuentren, deberían despertar en nosotros la misma capacidad de conmovernos y solidarizarnos. Pero basta con observar las respuestas frente a los conflictos para entender que la empatía no es la misma para todos, ya que algunas víctimas son reconocidas, visibilizadas y movilizan solidaridad global, mientras que otras permanecen en la sombra, invisibilizadas y su sufrimiento no despierta la misma indignación. Esta desigualdad no es casualidad.
El sistema internacional está atravesado por jerarquías. Los países que concentran poder político, económico y militar no solo dominan las decisiones globales, también controlan el relato. A través de sus narrativas, moldean la manera en que entendemos el mundo, promoviendo sus propios intereses, prioridades y visiones. Así, cuando la violencia golpea en regiones periféricas, aun frente a pérdidas humanas significativas, la reacción internacional suele ser tibia, tardía o inexistente. En este sentido, la empatía no es universal, las jerarquías determinan quién obtiene atención y solidaridad, reforzando las desigualdades existentes.
Hoy con las redes sociales, podría pensarse que esa lógica ha empezado a fracturarse, ya que tenemos acceso directo y en tiempo real a los conflictos. Vemos en nuestras pantallas imágenes impactantes, testimonios de quienes viven la violencia y llamados urgentes desde los lugares más afectados, lo que parecería generar una empatía más amplia y transversal. Sin embargo, la realidad demuestra que incluso frente a imágenes que revelan el sufrimiento ajeno, la reacción sigue siendo profundamente selectiva, o en muchos casos, inexistente.
Esto nos demuestra que las jerarquías que estructuran el sistema internacional no desaparecen con más información, al contrario, se reproducen y se amplifican en las dinámicas digitales, condicionando la manera en que percibimos la vulnerabilidad. De este modo, nuestra capacidad de conmovernos no surge de manera igualitaria, está condicionada por estereotipos, prejuicios y estructuras de poder que jerarquizan el sufrimiento. Además, la saturación constante de información termina generando una peligrosa normalización del dolor, ya que cuando la violencia se vuelve parte del ruido cotidiano, dejamos de mirarla y nos volvemos indiferentes.
Esto plantea un desafío sobre nuestro rol como observadores y actores en el mundo. No se trata únicamente de reconocer que algunas vidas reciben más atención que otras, debemos preguntarnos qué podemos hacer para responder a estas desigualdades. Lograr un cambio no depende únicamente de transformaciones estructurales, sino que comienza con un compromiso individual capaz de confrontar la pasividad y la indiferencia.
Actuar frente a estas desigualdades implica enfrentar las jerarquías que condicionan nuestra empatía, aunque resulte incómodo, es una tarea urgente. Si seguimos aceptando que algunas vidas nos conmuevan más que otras, la empatía deja de ser un principio ético y se convierte en un instrumento del sistema para perpetuar exclusiones. Entonces, ¿qué nos queda como humanidad si permitimos que eso suceda?
Bibliografía
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SOBRE LA AUTORA
María Fernanda Rizo Guevara es licenciada en Relaciones Internacionales por el Tecnológico de Monterrey, con especialización en Cooperación Internacional para el Desarrollo. Ha colaborado en proyectos con organismos gubernamentales e intergubernamentales en áreas vinculadas con la cooperación internacional y el desarrollo social.Se ha enfocado en temas de desigualdad, género, derechos humanos y desarrollo sostenible, con el objetivo de incidir en la construcción de entornos más equitativos y sostenibles, promoviendo la cooperación como herramienta de cambio.