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La gentrificación: una realidad que incómoda
La ciudad no puede seguir transformándose solo para quienes vienen de fuera. También debe sostener a quienes ya la habitan, la cuidan y la hacen posible cada día.
El 4 de julio, la Ciudad de México vivió su primera marcha antigentrificación. Pero vayamos por el principio: la gentrificación es el proceso que transforma barrios populares o de clase trabajadora en zonas atractivas para personas con mayor poder adquisitivo. Esto suele ir acompañado de un aumento en los precios de la vivienda, la llegada de negocios orientados a consumidores de clase media o alta, y el desplazamiento —directo o indirecto— de quienes han vivido ahí por generaciones.
Esta marcha es histórica. Por primera vez, se organizó una movilización pública y colectiva que nombra la gentrificación como una forma de violencia estructural: una que despoja, borra y margina. Quienes marcharon denunciaron el impacto de la turistificación, la llegada masiva de nómadas digitales y el avance de proyectos inmobiliarios que han encarecido profundamente la vida en colonias como la Roma, Condesa, Juárez o el Centro.
Sin embargo, lo que más se ha discutido no ha sido el fondo del problema, sino las formas. La marcha incluyó disturbios, quema de objetos y mensajes provocadores que generaron incomodidad. Entre los carteles se leían frases como: "Kill a gringo", "Aprende a hablar español", "Váyanse a su casa" o "Las salsas no pican".
Muchxs interpretaron esto como xenofobia o incitación al odio. Pero, ¿podemos leerlo también como una expresión de hartazgo? ¿De una ciudad que ya no puede más? ¿Qué pasa cuando la protesta nace de la desesperación por perder el derecho a habitar, por ver cómo lo cotidiano se vuelve inaccesible, por sentirse extrañxs en el lugar que alguna vez fue suyo?
La verdad es que, para quienes vivimos en la Ciudad de México, esto incomoda. Incomodan los mensajes, pero también incomoda la realidad que los genera. Y esa contradicción que muchas sentimos —entre entender el enojo y no compartir las formas— es válida. Es parte de estar atravesadas por tensiones reales, donde el privilegio convive con la precariedad, donde somos ciudad y somos turistas, donde habitamos y desplazamos a la vez.
Se ha señalado que esta marcha no tocó monumentos históricos como sucede en las iconoclasias del 8 de marzo, sino negocios. Y muchas mujeres gritamos "fuimos todas" cuando se rompen vidrios en esas fechas. ¿Por qué incomoda más ahora? ¿Por qué a veces es más fácil entender la rabia feminista que la rabia de no poder vivir en tu propia ciudad?
Este texto no es una defensa de la violencia. Es una invitación a escuchar el dolor detrás del grito. Porque hablar de gentrificación no es hablar solo de cafés caros o extranjeros tomando fotos en el mercado. Es hablar de familias que ya no pueden pagar la renta, de tianguis desplazados por terrazas, de comunidades fragmentadas, de una ciudad que se va vendiendo trozo a trozo.
Muchas veces me han preguntado si no hay una contradicción entre estar a favor de la migración hacia Estados Unidos y criticar la migración masiva hacia la CDMX. Pero así como el racismo inverso no existe, tampoco existe la gentrificación inversa.
No estamos hablando de personas en situación de vulnerabilidad que migran para sobrevivir. Hablamos de personas —muchas del norte global— que, gracias a su pasaporte, su moneda y su ciudadanía, se benefician de un sistema desigual para instalarse en barrios "auténticos", más baratos, sin integrarse, sin aprender el idioma, sin respetar el entorno.
Criticar la gentrificación no es odiar al extranjero. Es reconocer que hay privilegios que se ejercen incluso sin intención, y que ciertas formas de movilidad pueden ser otra cara del despojo. No es una cuestión de quién llega, sino de cómo y a qué costo.
La ciudad no puede seguir transformándose solo para quienes vienen de fuera. También debe sostener a quienes ya la habitan, la cuidan y la hacen posible cada día.