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La justicia, un mito en papel
La falta de justicia en México es, sin duda, responsabilidad primaria del Estado, pero como ciudadanía no estamos exenta de corresponsabilidad.
México tiene una legislación que marca el estándar en materia de derechos humanos a nivel mundial. Nuestra legislación establece que, de acuerdo con el artículo primero constitucional, cualquier tratado celebrado por México en esta materia debe ser elevado a rango constitucional. Es decir, en México no sólo nos rige la legislación nacional en temas de derechos humanos, sino que siempre debe aplicarse aquella norma —nacional o internacional— que proteja en mayor medida los derechos de las personas.
Bajo esta premisa, deberíamos vivir en un país idílico, donde lo que se protege y valora en todo momento son los derechos humanos. Incluso se puede hablar del principio pro persona, donde la Suprema Corte de Justicia establece que los jueces nacionales están obligados “a resolver cada caso atendiendo a la interpretación más favorable a la persona.” Es decir, todo juez tiene la obligación de aplicar e interpretar las normas de forma que pongan a la persona en el centro, privilegiando su dignidad y aplicando siempre el derecho que más le favorezca.
Tristemente, si realizamos una búsqueda rápida, resulta evidente que las intenciones detrás de nuestra legislación, por más loables que sean, en la mayoría de los casos se limitan a quedarse plasmadas en el papel. Sería sencillo pensar que esto se debe a una problemática específica del Poder Judicial, pero —como nada ocurre en el vacío— me atrevo a cuestionar esta premisa. Sin eximir de responsabilidad al Poder Judicial, sostengo que no es el único generador de esta realidad.
Como mencioné, uno de los factores principales sí radica en el ámbito judicial. Se trata de un problema estructural que comienza con la falta de presupuesto, lo que da pie a una sobrecarga de trabajo que obstaculiza cualquier ejercicio efectivo de justicia. Porque ¿cómo podemos esperar que las personas juzgadoras estén al tanto de todos los tratados internacionales y de las múltiples formas de priorizar los derechos humanos, si enfrentan una carga laboral que apenas les permite leer con detenimiento los expedientes que deben resolver? Y ojo: esto no implica justificar, porque sigue siendo su responsabilidad, pero sí es importante entender que las condiciones estructurales influyen en las omisiones.
Un segundo factor es la cultura jurídica y social mexicana, que permea desde dos frentes cualquier proceso judicial. El primero se manifiesta en las y los operadores del sistema de justicia. Un ejemplo reciente es el caso en Querétaro, donde se denunció que la Fiscalía solicitó tres años de prisión para una menor de 14 años que sufrió un aborto espontáneo. Este tipo de actuaciones evidencia cómo los prejuicios y estigmas hacia las mujeres —especialmente jóvenes y en situación de vulnerabilidad— influyen directamente en la manera en que se interpretan y aplican las leyes. Las y los fiscales, jueces y otros actores del sistema incorporan sus sesgos personales en la toma de decisiones, lo cual conduce a condenas más severas para mujeres que cometen el mismo delito que un hombre, y lo mismo ocurre con personas migrantes, racializadas o de otros grupos históricamente excluidos. Los espacios que debieran garantizar justicia terminan siendo los primeros en perpetuar la violencia y revictimizar a quienes acuden a ellos.
En un segundo frente está la sociedad en general, que encarna y reproduce todo aquello que los jueces, como integrantes de esa sociedad, replican en los juzgados. La sociedad normaliza la violencia contra poblaciones marginadas, culpa a las mujeres por sufrir violencia doméstica, responsabiliza a las madres de personas desaparecidas y rara vez cuestiona los sistemas e instituciones que nos han llevado a esta situación. No es sorprendente, entonces, que nuestro poder judicial refleje esos mismos prejuicios.
La falta de justicia en México es, sin duda, responsabilidad primaria del Estado, pero como ciudadanía no estamos exenta de corresponsabilidad. No basta con aceptar las cosas como son. Tenemos que informarnos, adoptar una postura crítica y exigir cambios estructurales. La existencia de leyes es necesaria, pero no suficiente. Urge cerrar la brecha entre lo legal y lo real, y para lograrlo se requiere más que buenas intenciones: es indispensable voluntad política, transformación cultural y una ciudadanía activa y exigente. De lo contrario, la justicia seguirá siendo un mito, escrita únicamente en el papel y lejana de la vida cotidiana.
SOBRE LA AUTORA
María Muriel es una abogada egresada de la Universidad Iberoamericana, con amplia experiencia en arbitraje y litigio mercantil. Complementando su perfil, ha realizado estudios en mediación, negociación y construcción de acuerdos en el CIDE, así como una Maestría en Resolución de Conflictos en la Universidad de Essex. Curso el Diplomado de Relaciones de Género en la UNAM, lo que reforzó su compromiso con la equidad de género y le proporcionó los conocimientos necesarios para abordar desafíos y problemáticas relacionadas.