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Repensando la lógica de los vagones rosas

Los vagones rosas funcionan como un alivio inmediato, pero no resuelven el problema estructural que hace necesaria su existencia.

Este año se cumplen 25 años de implementar una política pública que originalmente debió ser de corto plazo: la separación de vagones en el transporte público, conocidos como vagones rosas, introducidos en julio de 2000.

Como usuaria frecuente, considero que este aniversario es un momento oportuno para analizar críticamente tanto su funcionamiento como los impactos que ha tenido en la vida cotidiana.

Se trata de una medida relativamente barata y sencilla de implementar, mucho más que atender de raíz el problema de la violencia y el acoso en el transporte público. Precisamente por eso, este tipo de políticas deberían pensarse como temporales y acompañarse de estrategias estructurales que, con el tiempo, permitieran eliminarlas.

Foto: Metro CDMX

Las críticas van más allá de su permanencia. Los vagones rosas están diseñados para mujeres y niños menores de 12 años, lo que deja fuera a personas con identidades y expresiones de género diversas, quienes suelen ser de las más vulneradas en este espacio. Además, refuerzan una narrativa binaria y reduccionista: que los hombres son inherentemente agresivos y que las mujeres, por el hecho de serlo, no ejercen violencia. Bajo esta lógica, incluso una mujer cuya expresión de género no se considere “femenina” puede ser cuestionada o violentada dentro del vagón.

Reconozco, sin embargo, la contradicción que encierra esta medida. Como muchas otras mujeres, utilizo el vagón rosa y me siento más segura en él. Y quizá por eso sería difícil aceptar que lo quitaran. Pero esa vivencia personal no debería impedirnos hacer una pregunta fundamental: ¿qué significa que, después de 25 años, esta siga siendo la solución más visible para enfrentar la violencia de género en el transporte público?

¿Cuántas mujeres nos enojaríamos si esta política desapareciera? Aunque no existen datos recientes —el último estudio amplio sobre el tema lo publicó el Banco Interamericano del Desarrollo en 2017—, las conversaciones cotidianas y las percepciones de muchas usuarias coinciden: los vagones rosas generan una sensación de mayor seguridad. Y es ahí donde radica su complejidad: funcionan como un alivio inmediato, pero no resuelven el problema estructural que hace necesaria su existencia.

La existencia de los vagones rosas nos recuerda dos cosas: que la violencia en el transporte sigue siendo tan grave que necesitamos espacios separados para sentirnos seguras, y que el Estado no ha logrado implementar medidas de fondo para erradicarla. Después de 25 años, la pregunta ya no es si los vagones funcionan, sino por qué seguimos dependiendo de ellos.