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El dolor que nos une
En un mundo en el que la violencia es el estándar, el dolor puede crear lazos desde la vulnerabilidad y el entendimiento.
En un momento histórico donde la brutalidad de la guerra se extiende, donde el genocidio en Palestina se perpetúa con impunidad, donde el ascenso de líderes de ultraderecha amenaza la vida de millones y donde el colapso ambiental se avecina, el dolor se vuelve ineludible. El dolor nos atraviesa, no como un peso individual, sino como un hilo que nos entrelaza. A mí, me enseñaron a esconder el dolor, a tenerle miedo, a pensar que es una fractura personal que se debe superar en silencio. El dolor es un lenguaje, una forma de reconocer a las otras personas en su vulnerabilidad y en su lucha.
La carga se presume individual, que cada quien debe enfrentar su historia sin buscar apoyo y el sufrimiento se vive en la sombra. A veces nos convencemos de que debemos resolverlo todo soles, que el reconocimiento del sufrimiento es una debilidad. Recuerdo vívidamente en mi infancia sentirme absolutamente solo sin poder acomodar las diferentes vivencias que me generaban dolor. No fue hasta que encontré a una red de amiges con la que compartí mis experiencias dolorosas que pude empezar a transformar mi entendimiento. Me vi reflejado en lo que elles habían vivido, la herida que me paralizó tanto tiempo se convirtió en una fuerza vital que me permitió conectar conmigo mismo y con mi entorno de otra manera. Nos enseñan que para sobrevivir hay que resistir en solitario, que mostrar estas grietas es permitir que alguien más nos sobrepase. Pero lo cierto es que la competencia nos separa justo cuando más necesitamos estar unides.
El mundo en el que vivimos nos exige normalizar la violencia y la indiferencia, enfrentarnos al horror y la crueldad con dureza. Nos necesitan aislades e inertes, paralizades y expectantes de instrucciones. El dolor tiene el potencial de unir, en el eco del sufrimiento resuena también la posibilidad de crear algo nuevo y de movernos de lugar.
Cuando reconocemos y compartimos el dolor, este deja de ser una carga silenciosa y se transforma en impulso. No se trata de sacrificios individuales ni de gestos simbólicos, sino de construir espacios donde el sufrimiento no sea invisible, donde la comunidad sea la respuesta real. En un mundo que insiste en fragmentarnos, resistir es rechazar la indiferencia y enseñar nuestras vulnerabilidades para reconocernos, abrazarnos y luchar.